La cuenta regresiva no tardaba en iniciar, sólo los brillos intermitentes del árbol de navidad iluminaban por pausas mi presencia. Entonces pronuncié su nombre, suave como un susurro, y evoqué su imagen como último deseo del año moribundo.
Sonó la primer campanada.
Los ojos son los primeros en encontrarse y me mira insinuante, retadora. Con la proximidad, percibo el olor de su cálida piel... Extiendo mi mano y su largo y oscuro cabello hace gruesas hebras entre mis dedos; al acariciarla, siento su cuello latir con fuerza contra mi mano, que se desliza hasta su hombros. Me detengo.
Un beso.
Pequeño, suave y tímido al principio.
Los cuerpos se sienten, se toman su tiempo para reconocerse; sus formas, nuestros ritmos, su voluptuosidad, nuestra ansia. Los brazos se estrechan y el beso crece en intensidad ¡La sexta campanada! Ahora se que el momento no durará para siempre, así que cierro sus ojos y los beso, pruebo sus labios, mordisqueo su cuello... y termino de perderme en el nacimiento de sus pechos.
Saboreo en mi lengua, en mis labios, ese gusto de su cuerpo. Tan extraño y conocido, amargo y tan dulce... No debo distraerme, me quedan pocas campanadas.
Recorro con mis manos su espalda y la aprisiono para que su cuerpo se acerque aún más al mío, para sentir de cerca el calor que emana de su vientre, para que sienta la dureza de mis deseos por ella. El suave vaiven pronto se convierte en ansioso frenesí. Me sujeto fuerte de ella y en cada embestida intento entrar más profundo en su interior...
Luego la rigidez, la explosión, el dulce fin.
Un beso, un largo beso me indica que terminó. La doceava campanada se extingue...
El mundo exterior grita de alegría y yo vuelvo a sentir el frío de la noche y la soledad de mi casa. Feliz año nuevo, mi último beso... mi último amor.