Cerré los ojos y pulsé el botón de envíar.
Entre ella y yo habían quedado muchas cosas en el aire desde la última vez que nos habíamos visto por lo que tampoco tenía muchas esperanzas de que hubiera respuesta. Pero, la hubo.
¿Dónde nos vemos?
Y, ahí estaba yo. Habiendo cometido el craso error de llegar bastante antes a una cita que, en el mejor de los escenarios podría terminar siendo bastante embarazosa o, en el peor... Bueno, no quería imaginármelo. Los minutos pasaban y empecé a cuestionarme que tan buena idea había sido siquiera enviar el mensaje. Pero, entonces... llegó. Lucía un vestido negro escotado, salpicado de motivos blancos, botas negras y un abrigo de color brillante; las luces de su cabello repetían el color de su abrigo, acentuando la combinación. Pero, eran sus ojos y su sonrisa lo que destacaba su presencia.
Entonces, lo supe.
No quería pasar una tarde incómoda, arrepentido y pensando como justificar mis acciones y decisiones. No quería que esos hermosos ojos se desviaran de los míos dudando de la veracidad de mis palabras. O, sentir la tensión, el estrés de su cuerpo buscando alejarse del mío. Porque es imposible dejar de querer a quien se ha querido, de mantenerse lejos de quien se ha metido en tu mente o dejar de admirar la belleza de quien hacía reaccionar al cuerpo y la imaginación.
Tomé su mano y la guié.
Ven.
No parecía muy segura pero siguió mis pasos; paré el primer taxi y, aunque escuchó el destino que indiqué al chofer, se mantuvo en silencio. Mirándome con una mezcla de reticencia y curiosidad. Y, de la misma manera, atravesó tanto el umbral como los pasillos del hotel.
Apenas entrar a la habitación mis labios buscaron los suyos y, hubo un instante de vacilación, un momento de duda antes de corresponder mis besos, mi proximidad y entonces, nuestras manos urgaron entre la ropa. Al sentirme en sus manos, sonrió.